"En este mundo sólo hay dos cosas seguras: la muerte y los impuestos". De haber nacido en esta época, Benjamin Franklin habría añadido un tercer elemento. A buen seguro, habría sostenido que en este mundo sólo hay tres cosas seguras: la muerte, los impuestos y Messi. Si su equipo, compuesto por excelentes jugadores, funciona, él lo pone en una vía láctea inalcanzable para el resto. Y si su equipo no carbura, él siempre acude al rescate, porque no se toma un día libre. Messi es el pastor del buen aficionado. Y con él, nada le falta. No necesita ganar mil premios, ni batir tropecientos récords, ni ser el mejor pagado, ni grabar mil comerciales, ni siquiera ser el deportista más buscado en Google. Otros necesitan elogiarse a sí mismos para reivindicar lo buenos que son. A Messi no le hace falta, porque son los demás los que hablan de él para reconocer que es el mejor. Y no es que Di Stéfano, Pelé, Cruyff o Maradona, Platini, Best, Van Basten, Zidane, Puskas, Kubala, Charlton o Baggio no fueran extraordinarios, soberbios y mágicos. Es que Messi es Messi. Alguien único. Incomparable.
Los más grandes llevaban, llevan y llevarán la pelota cosida a la bota. Messi la lleva dentro del pie. Hace lo que le da la gana. Para él no hay normas futbolísticas, ni obstáculos insalvables, ni leyes físicas imposibles de sortear. Si la velocidad es el espacio partido por tiempo, Messi reformula la genialidad desde su centro de gravedad y su zurda atómica, multiplicando velocidad, tiempo y espacio. Regateando en un sello de correos, conduciendo de manera supersónica, enhebrando un pase por el cuello de una botella o inventando una paloma que se cuela por un ángulo imposible. Es principio y fin de cada jugada. Juez y parte de cada partido. El tipo del que uno espera lo imposible, el hombre que nos ha hecho perder la perspectiva, el diez que ha logrado que el periodismo agote los adjetivos calificativos. El fútbol es de la gente y él siempre consigue arrancar la más profunda admiración de los espectadores. Si tratar bien al balón es tratar bien al espectador, no hay nadie que trate al público mejor que Messi. Tiene menos palabra que un telegrama y se llama Messi. Siempre habla donde mejor sabe hacerlo, en el campo. Y su zurda es la ley.
Si el Barça vuela, Messi levita. Si el Barça palidece, Messi resuelve. Su rutina es la excelencia. Tira las faltas como el resto los penaltis, Hay quienes, envueltos en banderas, embutidos en prótesis de ultras o camuflados bajo un pasamontañas, siguen negando a Messi. Llevan años diciendo que Messi no era nadie sin los pases de Xavi e Iniesta son los mismos que ahora se quejan de que el Barça no es nada sin Messi, porque él es todo, el sistema y el equipo. A quién le importa lo que puedan decir ya de Messi. Ni siquiera en este país, donde a la gente no le gusta el fútbol, porque sólo les gusta su equipo. Es igual, ya no importa. Desde sus más recalcitrantes fiscales hasta sus más rendidos admiradores, todos saben, en su interior, quién es el mejor. Los primeros, minoría ruidosa, lo sufren y le maldicen, reconociendo en privado lo que jamás confesarán en público. Los segundos, una mayoría silenciosa, no tienen reparo en ver más allá de colores y camisetas. Saben que no es incompatible ser hincha de un equipo y sacarse el sombrero con el mejor, aunque juegue para el rival. Todos saben quién es el mejor. Amigos y enemigos. Compañeros y rivales. Messi no admite comparación, ni la necesita. Puedes ganarle al Barça, pero no puedes ganarle a él. El diez no necesita distinciones, palmaditas en la espalda o reconocimientos. Y Messi tampoco necesita premios, porque el premio es Messi.
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