IV Concurso de Microrrelatos MV 2024, edición Navidad

El corazón de Daniel redobla, mientras espera su turno para conocer a Papá Noel. Las pupilas tiemblan de excitación en sus ojos castaños. Papá Noel le sonríe desde detrás de su barba nívea y lo invita a acercarse con un ademán. Daniel deja atrás a sus padres con un esprint hacia el hombre de prendas rojas que lo eleva con facilidad y lo sienta sobre su grueso muslo.
Daniel descarga un chaparrón de peticiones en la oreja de Papá Noel, que parece no prestarle atención. Después de tanto esperar, no está dispuesto a quedarse sin sus regalos. Tira de la larga barba para captar su atención y esta se desprende. Durante un segundo, Daniel atisba el verdadero rostro de Papá Noel. El tiempo se detiene al cruzar sus miradas. «Guardaré tu secreto», susurra Daniel. «Nadie sabrá que Papá Noel es un sapo».

—¿Quién confunde un cuervo con una paloma? —preguntó mi sobrino.
—Los humanos —resolvió mi cuñada, acariciando a Dracon.
—Era un cuervo gordo y descolorido por caerse en la pócima —dije retomando la historia—. Cuando nuestra tatatatarabuela tuvo esa visión del futuro... ¡Espanto! Enormes masas de hombres débiles quemando brujas, exterminando unicornios y cazando dragones, todo por un hombre-paloma nacido de su cuervo.
Hice una pausa dramática.
—Así que, ¡ZAS! —lancé un hechizo al aire y un humillo distrajo a todo el mundo. Aproveché para coger el último canapé de rana—. Nuestra antepasada fulminó a su pájaro antes de que preñara a nadie, salvando así el solsticio de invierno.
Los niños me miraron horrorizados hasta que mi hija mayor resopló:
—¡Salvó nada! Por poco nos mata con sus experimentos.
Sonreí. Qué tiernos los niños. Creen cualquier cosa. Ni siquiera los humanos habrían creído en el niño-paloma.

A mi cuñado le ha dado por el tema ovni y ayer en Nochebuena nos tocó perorata de extraterrestres, naves extrañas, abducciones, complots gubernamentales y sondas en orificios variopintos. Mi hija Carlota, de seis añitos, escuchaba con los ojos como UFOs y yo la miraba de reojo porque recordaba lo que pasó el año pasado con el conflicto Rusia-Ucrania y el inminente holocausto nuclear: la pobre se puso a llorar en la cama desconsolada porque había oído un ruido y pensaba que ya estaban cayendo las bombas aquí, ¡en Cartagena! Yo lloré un poco también, pero porque me fisuré el dedo meñique del pie, y tuve consolarla durante media hora antes de poder colocar los regalos.
Si mi mujer me hubiese dejado darle dos sorbitos del licor de hierbas a la chiquilla esta vez... En fin, este año a Carlota le ha tocado descubrir que Papa Noel no es, precisamente, un extraterrestre.

Tres hombres buenos tienen sed. El agua escasea y la tienen que racionar. El motivo de que decidan ir a un ritmo pausado. Será el sentido de la vida el que les mostrará el camino a seguir. Uno que, en su tramo final, les llenará de racionalidad. Esa cualidad por la que perseveran en su viaje sin una preocupación extrema. No importa que sea Navidad, ni que el final del trayecto sea una ciudad desconocida llamada Belén. Lo importante es que, ante la sed, Dios les provee de lluvia. La que almacenan en sus alforjas gracias a la fortaleza de su conocimiento. El de una amistad, y un fin, que les une. Ese por el que, aunque llueva, el agua del cielo es agua de un Dios que reparte entre aquellos que son justos. Esos por los que, ante la adversidad, abren un libro y, aunque no sepan leer, leen.

La nieve cubría la aldea con un manto de aparente paz. Los aldeanos se reunieron en la plaza, donde el viejo árbol centenario estaba adornado con luces temblorosas y guirnaldas doradas. Sin embargo, nadie notó las sombras que se cernían sobre ellos desde las copas.
La campana dio las doce, y el coro infantil comenzó a entonar villancicos. Fue entonces cuando los cuervos atacaron. No eran pájaros comunes: sus ojos brillaban como brasas y sus picos afilados atravesaban carne con precisión letal. Los aldeanos gritaban mientras las plumas negras revoloteaban en un caos macabro. Las luces del árbol parpadeaban, proyectando sombras grotescas de alas abiertas.
Al amanecer, el pueblo estaba en silencio. Los restos de los aldeanos colgaban del árbol, decorados con intestinos entrelazados y ojos vacíos como adornos. Los cuervos observaban desde arriba, inmóviles, como ángeles oscuros celebrando su sangrienta Navidad.

La primera vez que ves un fantasma gritas, sales corriendo o, normalmente, las dos cosas al mismo tiempo.
Pero hasta ese momento, hasta que eres consciente de lo imposible, te paralizas.
Créeme. Lo he vivido.
Fue la madrugada del 25 de diciembre. Lo recuerdo porque llevaba puesto aquel ridículo disfraz de Papá Noel. Ya sabes, por si los enanos te pillan llevando regalos al árbol.
Él avanzaba atravesando el pasillo, iluminado apenas por una de esas luces quitamiedos. La viva imagen de mi padre cuando estaba vivo. Acercándose.
Atenazado, no soportaba la idea de quedarme, pero no podía irme de allí. Por mis hijos, por un cuerpo que no reaccionaba.
Al final me alcanzó.
Chocamos.
Era… tangible.
Miré sus ojos, ahora desencajados. Me reconoció. Reconoció a su difunto hijo. Dio un alarido, y huyó torpemente perdiéndose al fondo del corredor.
Como te iba diciendo: lo normal, cuando ves un fantasma.

Yacía un hombre encamado en un hospital en su lecho de muerte.
Repicaban las campanas de la Iglesia.
Resonaban los villancicos en las nevadas calles de aquel pueblo, antaño despoblado, pero ahora bullicioso.
Apunto de comenzar el año 2050 pedía a sus enfermeras tan sólo poder ver Dragon Ball Z una última vez antes de morir.
-Debe ser usted el mayor fan -le dijo la enfermera mientras le traía unas gafas.
-Para nada -respondió a duras penas
-Pero al menos será su serie favorita, ¿no? -respondió asombrada.
-Podría nombrarte 20 series mejores.
-¿Entonces por qué...?
-Porque esta serie es mi infancia. Los ochenta. Mi juventud. Mis amigos. Me trae recuerdos que la mejor de las series no podría traerme jamás. Sólo con verla puedo volver al pasado y así revivir mi mejor época; es lo último que deseo antes de morir. Porque entonces éramos felices y no lo sabíamos.

Mamá despertó sobresaltada. Había dormido demasiado tiempo. Papá roncaba a su lado y ella le sacudió de inmediato. Se miraron extrañados de que Irina no les hubiera despertado antes de tiempo. Corrieron a la habitación contigua: la camita hecha y todo asombrosamente recogido, ni rastro de ella.
En los pocos segundos que tardaron en llegar al salón, papá ya pensaba en un par de castigos, mientras mamá enfurecía por tener una hijita tan egoísta.
Pero allí sólo estaba el árbol decorado con un montón de sacos a sus pies y restos de nieve derritiéndose en la alfombra.
Siguieron el rastro de pequeños copos blancos dispersos hasta la puerta de la casa, que estaba abierta de par en par.
Y allá fuera, más allá del umbral, la inmensidad de un paisaje blanco, la nada.
Irina había obtenido el mejor regalo que podía esperar: desaparecer para siempre.

—¿Y tú? ¿Cuándo nos vas a presentar a tu chica? —preguntó mi tío Ángel durante aquella cena de Nochebuena, notablemente desinhibido por las tres copas de vino que llevaba.
Por un momento callé y mis ojos recorrieron rápidamente a los demás comensales.
—El año que viene sin falta la traeré conmigo —respondí.
—¿Seguro que tienes novia? ¿No te lo estarás inventando para hacerte el interesante? —soltó mi primo Pedro entre ebrias carcajadas.
Lo dejé correr.
Después de una larga noche de celebración, Pedro regresaba a su casa por las malamente alumbradas calles de nuestro barrio. Al pasar por delante de mi casa, algo debió de oír que le hizo detenerse. Supongo que, aguzando el oído desde la calle, pudo oírme murmurar palabras de amor y pasión. Cuán violenta sería su reacción al escuchar que la respuesta llegaba con la voz de su hermana.

“Ya nadie recuerda estas tradiciones.”
El pequeño televisor sobre los paneles de control mostraba imágenes de hacía cientos de años pero que le resultaban tan cercanas que casi podía notar el calor de la gente. Veía las miradas de euforia y embriaguez de aquellos que esperaban el año nuevo con una ilusión que sólo conocía por historias ya olvidadas. Se imaginaba saltando con ellos celebrando la última de las campanadas.
Un pitido lo sacó de su ensoñación. Se acercaba al puerto de Kepler-22b. En unas horas descargaría toda la nave y volvería a casa. Llevaba doce ciclos de transporte seguidos sin descansar. Doce años viendo el mismo video, doce años en aquella nave tan grande como el mayor de los rascacielos y tan vacía como el resto del universo. Con la última uva escuchó el rugir de la gente y sonrió como quien puede volver a empezar.

Y cierro los ojos.
Aún notando el calor de su piel en los labios, me recuesto y la miro dormir una vez más. Estiro mis deformados y envejecidos dedos hacia su pelo, con el que jugueteo un poco.
Noto en las manos el frío, y sonrío al ver que llevo puesta mi rebeca preferida. Al verla dormir, sin siquiera una manta, mis instintos me sobrepasan. Me quito con torpeza mi desgastada compañera y se la pongo por encima, dándole también un pequeño beso en su preciosa frente.
La decoración ilumina la habitación. Siempre nos ha encantado la Navidad en casa ¿Qué hace aquí, en vez de estar celebrándola con sus niños? Mi pequeña boba.
Es un doloroso y largo despertar, no recuerdo cuando me acosté. Noto la garganta seca y los labios fríos. Miro a mi alrededor, confundida, y entonces la veo aquí, dormida a la vera de mi cama.