Antes de nada informar de que este es un tochopost de los buenos, donde nos narran la cara oculta del indie y todo lo que le rodea.
Empiezo con un tweet de uno de los dev.
Esto no es otro postmortem
Esto es una historia real. Los eventos descritos en este texto ocurrieron en Zaragoza de 2014 a 2018. Por conveniencia de los muertos, los nombres han sido omitidos. A petición de los supervivientes, el resto se cuenta exactamente cómo ocurrió.
No recuerdo sentir felicidad alguna cuando pulsamos el botón de publicar. Quizá alivio, si es que hubo alguno. Era por la tarde, claro, para que el lanzamiento pille en buena hora al mercado internacional, lo que significa que ya estábamos fuera del horario de trabajo. Risas enlatadas. Hacía meses que eso había dejado de ser algo que tener en cuenta, pero ya me entendéis. Por la ventana, sol, ruido y algo de brisa, eterna compañera en esta ciudad de cierzo. Del equipo ya solo quedábamos tres personas trabajando en el juego. El resto había terminado su parte, tanto de tareas como de interés. En nuestras acepciones más básicas, éramos dos programadores y un artista ante el abismo. Ese mismo día, antes de que ‘The Fall of Lazarus’ viera la luz, todavía añadíamos algunos carteles traducidos a vuelapluma de manera más bien pobre en los diversos niveles de la nave o pulíamos algún bug del que sí teníamos constancia. Las últimas semanas ni siquiera convivíamos: uno por un lado, yo compartiendo un hueco de una mesa en una habitación de la casa de mi socio David por el otro. Al menos tenía a mi lado al ideólogo e impulsor original de todo esto que ahora describimos de carrerilla con un «No Wand Studios, estudio de desarrollo de videojuegos independiente». Llegó la hora. La build llevaba validada días, porque si algo sí fuimos era previsores. Nunca lo suficiente, pero eso es historia para más tarde. Un clic, y el trabajo intensivo de un año y ocho meses y otro tanto tiempo o más hasta llegar a aquello estaría a disposición del mundo para uso, disfrute o vilipendio. Vértigo. Cansancio. Frustración. ¿Ilusión?
No recuerdo sentir felicidad alguna cuando pulsamos el botón de publicar. Qué mierda, ¿no? ¿Qué habíamos hecho mal? Clic. Ahí va. Que sea lo que la gente quiera. Hemos hecho un puto videojuego. Vamos al bar de abajo a tomar una caña y celebrarlo y disimular que no quiero mirar cuánto vendemos. Ríe, joder. Acabas de cumplir un sueño. ¡Sonríe, al menos! ¿Por qué no estoy contento?
VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA
Me llamo Jonathan Prat, y me dedico a contar historias. De formación soy diseñador gráfico, pero también escribo, dibujo y hago diseño tanto narrativo como de juego. Se me da bien hablar en público, y tengo cierta soltura para manejar redes sociales, crear campañas de marketing curiosas e incluso editar vídeo. Soy lo que podríamos llamar un hombre orquesta. Un ejército de un solo hombre. El indie por antonomasia. Y esto sería genial si no fuese, en esencia, mentira. Un montón de títulos de neón que suenan genial e iluminan al impostor aún mejor. Porque no me gano la vida con ello. Tengo un trabajo de mierda en un supermercado de mierda que me proporciona el dinero suficiente para no morir en el intento. Mi historia como desarrollador de videojuegos, si es que la hay, comienza en 2014, y yo ni siquiera quería dedicarme a esto. No sabía ni que se podía, por aquel entonces. En aquella época andaba peleándome con la vida del freelancer en una jungla como es la de sobrevivir en la industria de las artes plásticas. Mi socio y amigo David Bernad es programador, pero por sus venas corría aletargado el ADN de un gestor nato. Papeles, tiempos, plantillas, recursos, tareas, impulso, concentración, resolución. Otra ristra de títulos huecos en la vitrina. Casi cinco años después de aquel brindis con jarras al aire en el que juramos hacer un videojuego, por fin hemos cumplido la promesa. Hace un año, lanzábamos nuestro primer videojuego comercial. Y tras la tormenta, una larga calma en la que no pasó nada. Y miramos hacia atrás. Y el vacío nos devolvió la mirada. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? .
Este texto es, en esencia, un postmortem de ‘The Fall of Lazarus’, nuestro primer juego comercial, una aventura de misterio, exploración y puzles en un universo de ciencia ficción sobre la auto superación y las segundas oportunidades. Pero a lo largo del mismo encontraréis dos ventanas a las que asomaros. Una, un sucio ventanal translúcido con la crónica de una muerte que no por anunciada debía sorprendernos. Un relato que nació como postmortem, se alimentó de necesidades y evolucionó hasta conformar una exposición de sucesos y números más terapéutica que didáctica. Quizá aquí encontréis algo de utilidad, quizá tan solo un cúmulo de obviedades. Dos, un tragaluz por donde se filtra la oscuridad más fría de los datos más crudos. Si lo que os interesa es el lado oscuro de esta luna decadente y no tanto la historia tras los números, podéis bajar hasta la sección ‘La Tierra Permanece’ y echar un vistazo a los datos tras un fracaso. Si buscáis la panorámica completa, acompañadme desde ya mismo.
Ahora sí, bienvenidos. Somos No Wand Studios, o al menos lo fuimos, y ésta es nuestra historia.
UN MUNDO FELIZ
La idea de montar un estudio de desarrollo de videojuegos nació en una cabeza, pero se comunicó en un bar a las tantas de la noche, resonando entre jarras de cerveza y luces de colores. Siempre me ha encantado que nuestra historia, una aventura tan disparatada y llena de altibajos, naciera en una escena típica de sitcom americana. «¿A que no hay huevos a hacer un videojuego?». Joder si los hubo.
David inició la marcha fúnebre a la que todos nos sumamos incautos e ilusionados. Nuestras primeras reuniones fueron en un pub de estos en plan irlandés; ya sabéis, con madera, fútbol y grifos de cerveza apuntalando el lugar. No podía ser de otro modo. Una idea peregrina requería un escenario acorde. Allí nos sentábamos los cuatro que pronto seríamos cinco, ilustres ignorantes, delineando entre pintas y migas de nachos el plan maestro que nos llevaría al éxito en el mundo del videojuego. Lo teníamos todo: dos programadores, un escritor y un artista. En el arranque se uniría un quinto para encargarse del márketing y la gestión, porque éramos conscientes de que había que vender.
El objetivo que se definió en aquellas primeras reuniones era claro: fundar una empresa en los próximos meses, tener una demo técnica de nuestro primer videojuego para marzo de 2015, petarlo. Por aquel entonces, el proyecto que se estaba cociendo a fuego (muy) lento era una suerte de metroidvania de fantasía con un estilo artístico inspirado en ‘Dust: An Elysian Tale’, uno de esos indies de referencia a los que mirábamos con brillo ilusionado en los ojos, ese árbol de renombre que no deja ver el bosque de olvidados ardiendo tras de sí. La idea estaba basada en una historia que merodeaba la cabeza del otrora escritor del estudio, por lo que había un trabajo previo desarrollado. Era perfecto.
No habíamos empezado nuestra andadura, y ya habíamos cometido dos errores. El primero debería haber sido bastante obvio: ninguno sabía lo que estaba haciendo. Éramos un grupo de jóvenes emocionados, profesionales en nuestro campo hasta cierto punto, pero con cero experiencia en el sector al que nos íbamos a tirar de cabeza. Algunos recién terminados de estudiar, otros aún en ello. Unos teníamos alguna idea más de cómo funcionaba el medio del videojuego, otros no tanto. Pero tiramos de lo que teníamos a mano. Si íbamos a montar una empresa, invertir algo de dinero y echar horas en un proyecto incierto, la única manera de sacarlo era uniendo fuerzas con conocidos, ¿no? Si me preguntas ahora, no, no es la única manera. Duh. Y segundo, un problema anclado entre la idiosincrasia de esta industria patria inexistente y el nulo interés de este país por facilitar la creación y desarrollo de un proyecto empresarial humilde. Fundamos una empresa saltándonos las noches picando código en el garaje y subiendo contenido a internet con la esperanza de compaginar trabajo para terceros y un desarrollo propio, un plan infalible. Una apuesta demasiado arriesgada. ¿Sabéis la escena de Asterix y Obelix en la casa que enloquece? Eso es, literalmente, montar un negocio aquí.
LA FUNDACIÓN
Nuestro plan necesitaba de una empresa, dado que íbamos a financiar los desarrollos proporcionando servicios de diseño web e internacionalización, así que en nada y menos ya teníamos sobre nuestras espaldas una alforja llena de gastos mensuales inamovibles. Sin tener ni un duro, se decidió que fundaríamos una cooperativa dado que tenían mayor acceso a ayudas por incorporación de desempleados, cosa que una Sociedad Limitada (el tipo de sociedad más común) no tiene, o al menos no en su día. Parecía una idea genial por aquel entonces. Nuestros yo del futuro no opinarían lo mismo cuando, años más tarde, una simple conversión de cooperativa a sociedad limitada se alargara por problemas y fallos burocráticos más allá del medio año de proceso, o una señora de Massachusetts que trabaja para Valve no supiera ni por asomo qué tipo de sociedad era esa. Como íbamos a lo grande, obviamente necesitábamos una oficina. Nada fancy, que no estamos para derroches. Un espacio donde poder juntarnos y trabajar en equipo. Encontramos una en una céntrica calle de Zaragoza, y esa fue nuestra primera toma de contacto con el estrato más campechano del emprendimiento autónomo español: el alquiler se pagaba en negro, y las horas pasaban mientras, al otro lado de la pared, unos señores comentaban entre risas cómo iban a estafar a una ONG mediante un chanchullo con unos rumanos. Pero era lo que podíamos permitirnos por aquel entonces con el dinero que habíamos apoquinado a pachas al fundar la empresa. Si no sabéis cuánto cuesta ésto, os lo digo yo: 3.000€ de capital social. Así, nuestra primera cueva fue bautizada como «cuñadalia» en honor a semejantes mentores empresariales que la regentaban.
Evolución de las oficinas.
Para ir al grano, diremos que la aventura siguió de la siguiente manera: diferencias creativas irreconciliables (haciendo todos los gestos de comillas que sean humanamente posibles al pronunciarlo) con uno de los socios motivaron su abrupta salida a los pocos meses, y otras tantas harían lo propio con otro de los compañeros, obligándonos esta vez a despedirlo. Detalles aparte, porque no proceden, no soy capaz de describir la tensión, la rabia y la tristeza que da vivir una situación así. Aun con la certeza de que la razón estaba de nuestra parte. No merece la pena. No compensa.
LA CARRETERA
Las idas y venidas de los socios se sucedían, arrastrando un problema de base: fundar una cooperativa para poder recibir unas ayudas nos estaba obligando por otro lado a mantener un núcleo de socios para no tener que devolver un dinero que se estaba usando en los gastos derivados de intentar arrancar el proyecto. Eso hacía que cada vez que alguien salía, bien por su propio pie, bien invitado a ello, fuese sustituido con otro, arrastrando el peso de ser demasiadas bocas para tan poco pan. Por cada socio que pasó del paro a ser parte de la empresa, se recibieron cerca de 5.000€, y tres de los componentes cumplían el requisito por aquel entonces. Sin embargo, los gastos de nóminas que, aunque no se podían cobrar por falta de líquido, había que generar para cumplir con las normas de Hacienda, iban generando una deuda interna regulada a través de contratos privados. Aunque estaba bien gestionado, era una situación que andaba lejos de ser la ideal.
Tras las turbulencias, nos mudaríamos a una incubadora de empresas tecnológicas que, si bien no estaba especializada en videojuegos, al menos ofrecía un entorno de emprendimiento que nos ofrecería alguna que otra colaboración remunerada que nos permitiría subsistir un poco más allá, mientras aquel metroidvania de fantasía medieval moría reemplazado por una aventura gráfica lovecraftiana que tampoco iría a ningún lado debido al déficit de ilustradores y artistas gráficos del que adolecía el equipo. Al mismo tiempo, e iluminados por la falta de experiencia, decidimos buscar algún tipo de formación en creación de videojuegos porque era el paso lógico, lo que nos llevó de bruces a una realidad como es la burbuja de los masters de videojuegos. Ingresamos en uno que sonaba genial: dos años, uno de formación y otro de prácticas, profesores especializados y formados en el sector, contacto con la industria, ¡incluso regalaban un portátil! Nada más alejado de la realidad, como podíais esperar. Con la honrosa excepción de uno o dos, el profesorado estaba lejos de ser ya no veterano de la industria, sino siquiera haberla pisado en algún momento, ofreciendo una oferta educativa tan generalista como básica que a duras penas iba a especializarnos en ningún área de desarrollo o a darnos un contenido exclusivo que justificase los más de 7.000€ que costaba. Por supuesto, las prácticas se desarrollarían en su propia empresa de desarrollo, alimentándose a sí misma en un círculo vicioso capitalista bastante desagradable, y la cual nunca llegaría a publicar un juego funcional hasta bien pasado un tiempo, sacado a base de becarios y colaboraciones no remuneradas. Pero esa es harina de otro costal. Aún recordamos, a modo de anécdota, cómo en una ronda de pitches de práctica una puntualización de feedback que recibió el proyecto que yo presentaba fue un incisivo «¿pero ese juego tendrá muchas variables que controlar, ¿no?». Como descubriríamos más adelante a base de intercambiar pareceres con desarrolladores de todos los puntos de la geografía española, este mal es endémico y está más extendido de lo que nos gustaría, formando miles de profesionales que son lanzados contra una industria inexistente en nuestro país. Con honrosas excepciones, algo está roto en el sector de la formación de videojuegos.
Salimos de allí en menos de cinco meses, lo que tardamos en darnos cuenta del desperdicio que suponía, y de nuevo con una mano delante y otra detrás en cuanto a la experiencia de ser desarrollador se refiere, pero con algo más de idea. La letra con sangre entra, ¿no? Así pues, nos encontramos con un equipo en constante cambio, descubriendo las penurias del desarrollo independiente por su cuenta y riesgo, quemando recursos y esnifando los humos de la ansiedad. Sin embargo, por fin estaban todas las piezas en el tablero. Teníamos una oficina, y un núcleo definido. Hicimos unas cuantas game jams para hacer rodar el equipo y ver cómo funcionábamos, y tras un desarrollo pequeño para dispositivos móviles de título ‘The Wallet Games’ y rematar una jam con un poco de trabajo extra y publicarla bajo el nombre de ‘Gjallarhorn’, llegó el momento de ponerse en serio. Sin embargo, aún faltaba una arista por pulir. El equipo quedó cerrado en un núcleo de cuatro tras un último despido fruto de dos motivos: el error de haber contado con un perfil no necesario para los primeros compases del desarrollo y los problemas derivados de aquella decisión. En una situación en la que además de ser trabajadores éramos socios de la empresa, cada uno debía garantizar su parte por el bien del todo y asegurar cierto nivel de implicación e iniciativa. Otro amargo trago dado que, en este caso además, en la mesa también había una amistad de años atrás. Otra piedra en el tejado que separaba nuestra cordura de la tragedia mental.
El 2 de febrero de 2016 comenzaría de manera oficial el desarrollo de ‘The Fall of Lazarus’. Sería deficiente pero relativamente tranquilo. Adolecería de los problemas típicos que no íbamos a poder evitar, como el crunch o nuestro desgaste físico y mental. El equipo se componía de dos programadores y un artista, por lo que se decidió que un proyecto con más carga en el motor de desarrollo que en la mesa de dibujante era lo idóneo. Además, ya habíamos trabajado con realidad virtual realizando algún serious game, por lo que plantear una experiencia que pudiese ser portada a dichas gafas parecía lo más inteligente. A día de hoy, sigo pensando que así era, pero quizá con otro enfoque, claro.
Konrad Tomaszkiewicz y Alistair Hope en GameLab 2015
Recorrimos un camino bastante estándar: fuimos a ferias como GameLab o Fun & Serious a enseñar nuestro proyecto, fuimos aceptados por la plataforma de difusión de juegos indies coordinada por Square Enix denominada Collective, y de ahí aprovechamos para lanzar un Kickstarter que se saldó con éxito moderado: pedimos 9.700$ y recaudamos 11.195$. Sabíamos que nuestro producto no atraería ingentes cantidades de jugadores, así que jugamos la baza de la humildad y pedimos lo justo y necesario para terminar el proyecto en el plazo acordado. Tened en cuenta una cosa: en todos, absolutamente todos los kickstarters, hay un porcentaje ya asegurado a través de ahorros, familiares y amigos. Los que llevan años bregando en el lodo del micromecenazgo hablan de un 30% de la campaña en los primeros días para que tenga posibilidades de seguir adelante. Nosotros, no os voy a mentir, no éramos la excepción. Aun así, 326 patrocinadores y una difusión más que aceptable que vería su momento álgido con los retuits de Rami Ismail y Paul Kilduff-Taylor hicieron la gesta posible. El poder que alberga el clic de un desarrollador de renombre es incalculable.
Lanzaríamos un prototipo que serviría tanto de demo como de prólogo titulada ‘The Fall of Lazarus: The First Passenger’ en junio de 2017, recibiendo una buena acogida que nos haría seguir el camino marcado. La primera vez que este vertical slice vio la luz fue en GameLab de 2017, fecha que habíamos rodeado con rojo en el calendario: había que llegar para presentarnos a nosotros y nuestro juego ante el mundo. Eso hizo que el equipo echara más horas de las humanamente posibles, tocando techo en el absurdo que fue abrir la feria tras más de cuarenta y seis horas sin dormir, arreglando la build en el AVE de camino a Barcelona mientras un compañero hacía lo propio desde Zaragoza y teniendo a David parcheando problemas al vuelo en las escaleras próximas mientras yo gestionaba el stand.
A partir de ahí, cueva. Oscuridad. Incontables horas de trabajo sufriendo por el camino todo tipo de cambios y giros típicos de un desarrollo de estas características. Recuerdo, a modo de ejemplo, cómo tras un fin de semana de darle vueltas, planteé una reunión donde el único punto del día era mi intención de cambiar el sexo del protagonista, en un principio hombre, para que pasase a ser una mujer. Esto trastocaba un montón de pequeños detalles del guión, y por suerte aún no se había traducido ni doblado, pero el marco sociológico que estaba (y está) viviendo el medio requería el sentarse y replantearnos qué tipo de historia queríamos contar y cómo la queríamos contar. Era el momento de hacer esos cambios. A la postre, esto nos traería algún que otro disgusto, pues no nos libraríamos de comentarios y reviews en Steam que como punto negativo resaltan lo «insoportable» que resulta escuchar a nuestra dobladora durante el juego. Actriz de doblaje que tiene un nombre: Katherine Kingsley, voz que habréis podido escuchar en juegos como ‘Vampyr’ o ‘We Happy Few’.
Nuestro primer videojuego vería la luz el cuatro de octubre de 2017 y bueno, el resto, como se suele decir, es historia.
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