EL secuestro ha sido durante décadas una táctica muy utilizada por grupos terroristas y criminales de todo el mundo. Las características de este método de extorsión lo convierten en un atractivo recurso para obtener réditos económicos y publicidad al plantear complejos desafíos a víctimas y gobiernos. Aunque cada secuestro manifiesta unas particularidades que requieren especial consideración, el análisis empírico demuestra ciertas consistencias en los comportamientos de los secuestradores. La experiencia antiterrorista ofrece asimismo útiles lecciones sobre el papel de gobiernos y medios de comunicación en este tipo de crisis. La nefasta gestión gubernamental del caso Alakrana pone de manifiesto la idoneidad de examinar esos precedentes con objeto de mejorar la respuesta ante situaciones que volverán a repetirse, bien en la forma de secuestros marítimos o en otras modalidades igualmente peligrosas.
Debe subrayarse la relevancia de los medios de comunicación durante un secuestro, pues como escribió el historiador Walter Laqueur, «el acto terrorista por sí solo no es nada prácticamente, mientras que la publicidad lo es todo». En numerosos secuestros los medios han facilitado al terrorista un útil altavoz a través del cual han ejercido directamente su coacción sobre familias, opinión pública y gobiernos. Frente a quienes utilizan la libertad de expresión como pretexto para exigir un intenso papel de los medios, puede argumentarse que el ejercicio del periodismo debe guiarse siempre por una responsabilidad aún mayor en coyunturas en las que la vida de seres humanos corren peligro. A menudo el rehén, sometido a una tremenda angustia, reproduce a través de los medios las exigencias del secuestrador, condicionando a la opinión pública mediante un relato estremecedor. El secuestrador explota el terrible impacto psicológico que produce el testimonio de un ser humano aterrorizado y privado de libertad. Este mecanismo le permite al criminal transferir injustamente al gobierno la responsabilidad de la liberación de los rehenes. Por ello, una cobertura mediática desproporcionada que ignore las intenciones de los secuestradores amplificará la comprensible reacción emocional de familiares y conciudadanos, contribuyendo a aumentar la presión sobre los gobiernos y a elevar el precio del rescate por parte de quienes han desencadenado la tragedia.
El secuestrador establece deliberadamente una relación con diferentes actores -rehenes, familiares, opinión pública, fuerzas de seguridad y gobierno- de manera que la respuesta de cualquiera de ellos incide sobre la del resto. Esta relación en tan enrevesada coyuntura reclama una hábil gestión gubernamental que, sin embargo, en el secuestro del Alakrana se ha caracterizado por graves errores. Los familiares exigieron al gobierno acciones que salvasen a sus seres queridos al entender que la pasividad e ineficacia gubernamental desencadenarían un fatal desenlace. Esa suerte de rebeldía ha estimulado una imprescindible reacción por parte del gobierno, a la vez que ha podido fortalecer a los secuestradores sabedores del impacto que su amenaza ha alcanzado. La neutralización de los perversos efectos desatados por el criminal obligaba al gobierno a mantener, desde el inicio de la crisis, una exquisita atención a las familias y una impecable diplomacia privada que ofreciera garantías y confianza a las víctimas. La ausencia de credibilidad en los esfuerzos gubernamentales motivó la lógica denuncia pública de las víctimas, generando un clima de intensa presión emocional que a su vez alimentó el conflicto entre los intereses individuales de los rehenes y los intereses del Estado.
Este dilema se evidenció ya en otros secuestros como el del británico Kenneth Bigley, asesinado por terroristas yihadistas en Irak en 2004, que antes de ser decapitado se dirigió así al primer ministro de su país: «No ha hecho nada por ayudar». Sus palabras evocaban las del estadounidense David Jacobsen, secuestrado en Líbano en 1985, que valoró del siguiente modo a la administración Reagan en un vídeo realizado por sus captores: «Peor que nuestro cautiverio es el saber que nuestro gobierno no está haciendo nada». La explotación del miedo y de la desesperación de víctimas y familiares por parte de los medios de comunicación agudizó también la disyuntiva entre intereses individuales y estatales durante el secuestro de 53 diplomáticos en la embajada estadounidense de Teherán entre noviembre de 1979 y febrero de 1981. Se repitió también en el secuestro del avión de la TWA en junio de 1985 que culminó con la liberación de los rehenes después de que Israel aceptara excarcelar cuatrocientos presos palestinos y libaneses. Fue este incidente el que llevó a Peter Jennings, de ABC News, a declarar: «Como ciudadano y como periodista me gustaría que en algún momento el presidente dijera: -Sí, me preocupan las vidas de 39 americanos, pero soy responsable de la vida de 239 millones de americanos-.»
Este conflicto de intereses y la repercusión que las actitudes de los distintos actores involucrados tienen sobre los secuestradores se apreciaron también durante los secuestros de occidentales en Líbano en los ochenta. George Schultz, secretario de Estado norteamericano en aquella época, reivindicó una «diplomacia callada» que trasladase a los terroristas un mensaje diferente sobre el valor de sus capturas y que evitase la magnificación de la claudicación que en secuestros previos su propio gobierno aceptó. Sin embargo, este planteamiento contradecía la decisión de Reagan de vender armas a Irán en secreto a cambio de que el régimen iraní utilizara su influencia para liberar a los rehenes retenidos por terroristas libaneses.
Como admitiría años después Ali Hamdan, uno de los intermediadores en las negociaciones de aquellos secuestros, «cuando el gobierno empezó a hacer tratos, los secuestradores incrementaron el precio» complicando la crisis. Raza Raad, otro de los intermediarios, en este caso del gobierno francés, afirmó que tratar con los terroristas era como «regatear en un bazar». Estas circunstancias provocaron el siguiente comentario por parte de uno de los terroristas de una de las facciones libanesas y que bien podría aplicarse al escenario somalí: «Se generó un próspero mercado en el que los intermediarios iban y venían sin parar con maletines llenos de dinero».
Ante los dilemas morales, legales y políticos que los secuestros plantean, muchos gobiernos han optado por la negociación al interpretar que esta opción entraña menos riesgos para rehenes y autoridades. Las intervenciones de fuerzas especiales han concluido en éxitos, como el asalto a la embajada de Japón en Perú en 1997 y a la de Irán en Londres en 1980, pero también en la muerte de rehenes, como en el teatro de Moscú en 2002 y en la escuela de Beslán en 2004. No obstante, si un gobierno apuesta por negociar con los secuestradores también debe ser consciente de los costes de su decisión y de la necesidad de un sensible equilibrio en sus actuaciones para limitarlos.
La gestión de políticos y medios en otros países afectados por secuestros recientes ha reflejado una prudencia ausente en el caso español. Sirva de ejemplo la actitud del gobierno británico tras el secuestro en octubre de un matrimonio de turistas, Paul y Rachel Chandler, por piratas somalíes. Un portavoz del ministerio de Exteriores se limitó a exigir su liberación sin cesiones declarando que «la política del gobierno de Su Majestad sigue siendo clara: no haremos concesiones significativas a los secuestradores, incluyendo el pago de rescates». Entretanto, la diplomacia soterrada se ha complementado con la discreción de periodistas y familiares. Este contraste, derivado de la imprevisión de nuestras autoridades, obliga a reflexionar sobre asuntos con serias implicaciones para el Estado y sus ciudadanos. Las circunstancias actuales, en las que la seguridad de los rehenes es prioritaria, no deben frustrar una reflexión sensata e ineludible para afrontar futuros secuestros con mayor eficacia.