Ale, no he podido refrenarme y ya he escrito mi relatico Creo que van a ser una muy buena experiencia estos retos bizarros xD
Ciento veinte veranos
Mariano, de setenta y siete años de edad, yacía en la cama de un hospital. La ventana estaba abierta. Era uno de esos días de verano que parecían bendecidos por el dios de la felicidad: cielo azul, dulces brisas, temperatura ideal. Desde la ventana podían contemplarse las montañas, plagadas de árboles de un verde intenso, como sólo los árboles pueden serlo. El anciano no podía levantarse a disfrutar de las vistas, ya que sus dos piernas habían sido amputadas por malas pasadas de la edad y la diabetes. Pero la sola fragancia que mecía sus sábanas era suficiente para sentir aquel verde, y con él, las fugaces imágenes de su más feliz juventud.
Recordaba a Dolores, su Lola. La recordaba bañada en esta misma luz, décadas atrás, cuando ambos se escapaban para bañarse desnudos en el río. Recordaba sus besos, mojados de aquel agua fluvial tan familiar y característica de su pueblo. Esa suavidad, esa piel como jamás ha acariciado a mujer alguna. Su corazón se revolucionó y, ante las imágenes aquellos veranos, sintió en la boca de su estómago esas mariposas que creía años ha muertas. Sublime felicidad.
Mientras tanto, Dolores lloraba en secreto en los jardines exteriores. Según los médicos, a Mariano no le quedaba mucho tiempo de vida y ella sabía, que junto a él, su vida también acabaría. Moriría de pena. Lo tenía claro. Así que asomada a su mortalidad, tras media vida de abstinencia, se encendió un cigarro y lo fumó con fuerza. Aspiraba cada calada como si quisiera que el humo llegara hasta su mismísimo corazón y la matara. Ya no tenía sentido cuidarse, ya no tenía sentido ninguna pastilla. Tan sólo humo.
Tosió y apagó el filtro chamuscado del cigarro contra la pared. Se secó las lágrimas y subió de vuelta a la habitación de su marido. Allí, junto la brisa veraniega, la recibió algo que la arrancó súbitamente de la realidad: un bulto bajo las sábanas de Mariano. Una erección. Un elemento de ficción, más olvidado aún que la propia juventud. El hombre la miró sorprendido, desconcertado, al parecer ni él mismo se había percatado de la resurrección genital. Las mariposas habían vuelto, y con ellas, la última batalla de su libido. Mariano extendió los brazos hacia Lola y ésta se acercó a él aceptando su abrazo. Se besaron. El anciano incluso pudo saborear aquella peculiar esencia del río de su pueblo natal. Lola no cabía en su asombro, y notaba como su marido la acariciaba por todas partes, como el primer día, como cuando entre los dos no sumaban ni la mitad de los años que habían pasado juntos. Dolores se separó del jovial beso, y pudo ver en el rostro de su amor una sonrisa inocente, entusiasmada, brillando con tal fuerza que diluía las arrugas de Mariano, una sonrisa que los transportaba a sus mejores veranos.
Lola bajó las sábanas con miedo, como en una segunda primera vez. Miró una vez más a su marido y le sonrió, y Mariano pudo ver en ella la chiquilla que lo traía loco, que lo mareaba, que lo hacía llorar, gritar, reír, vivir al doscientos por cien. Ebrios de lo que ambos sabían su último verano, Lola empezó a besar el miembro del amor de su vida, a chuparlo y a darle ese placer devoto de quien por unos instantes sólo desea que la persona a la que está amando enloquezca, estalle de placer. Las canas de Dolores se fueron tiñendo del caoba de la joven Lola, y Mariano empezó a perder contacto con la realidad, transportado al follaje de aquellos bosques, el tintineo del agua, la canción de su rincón secreto. Fundido a blanco, y el hombre murió con una sonrisa en los labios. El muerto más feliz del mundo. Postrado no en la cama de un hospital, si no en la orilla de un río, con dieciséis años, pero con ciento veinte veranos exprimidos junto a lo que había amado más que a sí mismo, que a la propia cordura. Sobredosis de juventud. Pudiendo tutear ahora a la muerte, contemplando el techo verde y azul del bosque, pudiendo gritar en un último alarde de vida en estado puro:
Te amo, Lola.