Entropía
El término viene del griego, y puede traducirse por evolución o transformación. La entropía es la segunda ley de la termodinámica, la tendencia de todo sistema al caos, la desintegración, la destrucción? al ?equilibrio?.
Todo movimiento implica un gasto de energía. Es cierto que la entropía es un concepto de la física como disciplina, aplicable solo como propiedad de un sistema. Pero esto no limita el campo de aplicación, ya que es difícil apuntar nuestra mirada hacia algo que no se configure como sistema, que a su vez pertenezca a alguno mayor, alberge otros menores, interactúe?
Podemos concebir la entropía como el desgaste que produce la rutina, que lejos de aportar un equilibrio deseable, desestabiliza la estructura de la que brota, llegando incluso a aniquilarla.
Como fenómeno opuesto, la neguentropía se figura como la introducción de elementos nuevos, la retroalimentación que viene a reparar o sustituir los dañados, evitando que el sistema degenere y se consuma, garantizando su supervivencia.
La entropía llega a aportar un tipo de equilibrio, el del cese del choque de fuerzas. Aunque no lo parezca, es un estado nefasto, ya que por ejemplo, un cuerpo vivo solo alcanza el equilibrio en el momento de su muerte. Pero tampoco conviene profundizar en este aspecto ni en otros afines. Es una noción con multitud de implicaciones que se nos presentan un tanto obtusas y se alejan bastante de nuestro propósito.
Por ello remarquemos solo en esta ocasión que la entropía sistémica es ineludible, que todo objeto, por su mera existencia, se deteriora. Desde la mayor obra de ingeniería hasta el más insulso sacapuntas.
Y ya que podemos extrapolar este prisma a cualquier ámbito, lo coherente sería llevarlo al humano, dejando un poco de lado los tecnicismos tratados anteriormente.
Lo interesante es que los seres humanos somos uno de los ejemplos más paradigmáticos e ilustrativos del enfoque sistémico. Sistemas en sí mismos, que albergan otros a su vez (atómico, físico, biológico, psicológico, noológico?), pertenecientes a otros mayores (sociológico, antropológico?). Poseedores de un cuerpo que se daña (entropía) y regenera (neguentropía), que cae enfermo y se cura. Pero no solo el cuerpo se desgasta, también la mente. Las ideas nacen, mueren, dan lugar a otras, se transforman? Este y otros ejemplos nos muestran la plausibilidad de definir a una persona como un sistema más que complejo.
Si somos un sistema, no debemos esperar ser la gran excepción. Inevitablemente estamos sujetos a las propiedades intrínsecas de estos. Por ello cabe destacar que, además de lo citado con anterioridad, la entropía es capaz de pulir el brillo de todo tipo de situación agradable, incluso el de aquellos momentos que podamos considerar estéticos o trascendentales. Contextos capaces de reconfortarnos hasta el éxtasis personal, que pueden morir por su simple repetición, una reiteración que a simple vista se nos antojaría deseable. Aún así, sería difícil negar que el grado de belleza de un amanecer difiere entre alguien que lo ve por primera vez y aquel que lo observa a diario desde hace años.
La sucesión de una misma experiencia implica su desgaste. No se trata de un desgaste propio, de la experiencia como tal, sino de la intensidad que de ella se deriva, del impacto que produce en nuestra mente. Lo que antes era extraordinario, ya no lo es. Las condiciones en las que se da probablemente sean las mismas, pero nuestra percepción de estas se ha tergiversado.
El daño presente en algunos elementos del sistema puede extenderse a otros que gozaban de salud. Por ello el empobrecimiento de una experiencia no tiene porqué tener su causa en sí, pudiendo ser afectada por otro fallo de la estructura en la que se aloja, o incluso por algo ajeno a esta.
Pero la rutina no solo es inevitable, sino además necesaria. Huir de ella implica caer en la peor de todas, la inactividad total, o el cambio constante, el salto incesante sin sentido. ¿Cómo conciliar ambas posturas?.
En una relación interpersonal, se da un equilibrio entre estados mentales y costumbres, entre pensamientos y actos. Parece que si las afinidades no cambian, todo seguirá igual. Pero no, las prácticas repetitivas irán desgastándose en su sucesión, y cada vez serán menos placenteras. La entropía siempre aparece, si no se la evita.
Nos vemos ante la paradoja de que por querer mantener algo en nuestra vida, lo condenamos a su destrucción. Todos hemos dicho alguna vez que queremos que algo no cambie, que se mantenga inmutable en el tiempo. Lo que no imaginamos es que lo que no cambia, muere. Lo inmutable, es inerte.
Para intentar perpetuar el fuego de una vela, no vale con protegerla de los agentes externos, tales como viento, agua? Si no también de los más dañinos, los internos, ya que si queremos desafiar su estructura finita deberemos injertar cera y mecha según lo precise.
Debemos entender que para lograr que algo perdure, debe alterarse, y que esas alteraciones no tienen por qué ser estructurales, sino mucho más livianas. En todo cambio hay elementos que permanecen, necesariamente.
Podemos imaginar tomar café el mismo día de la semana, a lo largo de nuestra vida, con la misma persona, sin vernos obligados a afirmar que esto nos disgustaría. Un acto que se repite, y no se desgasta, bien. Pero y si imaginamos que en todos y cada uno de esos encuentros, siempre hablamos del mismo tema, utilizando las mismas expresiones, siguiendo el mismo guión? Parece que comienza a atragantársenos. Suena un poco absurdo, pero ejemplos como este nos revelan que reaccionamos frente a la entropía a diario sin darnos cuenta.
Cada vez que intentamos sacar un tema de conversación, visitar un lugar nuevo, conocer gente, adoptar otro punto de vista? Estamos combatiendo la entropía, seamos o no conscientes de ello, buscando elementos que no tienen por qué cambiar nuestra vida, pero si oxigenarla, impidiendo que se estanque.
Entender la noción de entropía, su presencia, nos permite reconocerla antes de que aparezca, adaptarnos a ella y combatirla de ser necesario, para lograr que nuestra vida crezca y se enriquezca, sin que se vea obligada a desprenderse de algo que antes producía felicidad, pero que sorprendentemente dejó de hacerlo.
Solo así podremos extender en el tiempo la sucesión de esa clase de momentos que, literalmente, nos dan la vida.