Vamos a preguntarselo al pueblo de Los Galindos si no hay crimen perfecto.
Aqui está la historia:
Por los tiempos en los que sucedió el crimen, el cortijo Los Galindos era una propiedad rentable y bien cuidada. Estaba al cargo de Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, el capataz, y de su mujer, Juana Martín Marcías, de cincuenta y tres. Igualmente contaba con tractoristas y jornaleros fijos. La propiedad estaba situada a 3 kilómetros de la localidad sevillana de Paradas, entre las poblaciones de Marchena y Carmona, por la carretera llamada de El Palomar. Paradas es un típico poblado andaluz de calles limpias, muy embellecidas por sus moradores, que muy poco antes habían logrado el primer premio en un concurso convocado para galardonar a los pueblos mejor cuidados. La localidad de Paradas está situada a 500 kilómetros de Madrid y a 53 de Sevilla. El último censo que precedió al rosario de muertes que acabaría con cinco de sus vecinos fue de 10.106 habitantes.
Los Galindos era una propiedad de unas 400 hectáreas de tierra agradecida que daba buenas cosechas de trigo, cebada, girasol y aceituna. A los entonces propietarios, los marqueses de Grañina, les había llegado a través de la compra por el hermano de la marquesa, Francisco Delgado Durán, que la adquirió en 1950, cuando apenas tenía veinte años. A su muerte, ocurrida trágicamente en un accidente de automóvil en Portugal, el 19 de febrero de 1969, pasó a manos de sus padres, que la cedieron a su hija casada con Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina. Al cortijo se accedía por un camino de tierra rojiza que tenía algunos árboles. Al entrar, la vista se topaba al fondo con el cobertizo con balas de paja apiladas. A la izquierda estaban las viviendas, la más cercana y mejor surtida, la de los marqueses; y un poco más a la derecha, mucho más modesta, la que ocupaban el capataz y su mujer. Al otro lado del un patio cerrado con una tapia estaba la Casa de máquinas, donde se guardaban los aperos de labranza y junto a ella el granero, todo dispuesto alrededor de un patio por el que circulaban sin dificultad los tractores.
La mañana del 22 de julio de 1975, el tractorista José González, de veintisiete años, trasladó la orden de Zapata al recadero del cortijo, Antonio Fener, para que marchara al campo con los otros labradores a "acuchillar" a los pies de los pinos, lo que no era muy habitual. Quedaron en el cortijo solos Zapata, Juana y José hasta pasado el mediodía, cuando José fue requerido probablemente a instancias del asesino para ir al pueblo a recoger a su mujer, Asunción Peralta, de treinta y cuatro años, que había trabajado como temporera en Los Galindos antes de casarse. Seguramente aquel encargo tenía como objetivo aclarar algún sucedido en la finca o debatir un secreto del que Asunción participaba. Mientras José González se dirigía a su casa en su coche SEAT-600 color crema, en Los Galindos se desató la tragedia. Zapata, que confiadamente hablaba con el asesino, sentado en su despacho, no esperaba en modo alguno que este le agrediera con el trozo de la pieza rota de la empacadora con la que jugueteaba hacía un rato. Inesperadamente, el criminal atacó al capataz por la espalda golpeándole el cráneo hasta destrozárselo. Debía obedecer a un plan preconcebido porque acto seguido se dirigió en busca de Juana a la que conocía de sobra, que le había visto entrar y conversar con su marido, por lo que no podía dejarla viva. La atacó con la misma arma. Pero esta vez de frente, golpeándole el rostro varias veces hasta que le quedó aplastado, con el aspecto de una máscara de goma. El asesino no actuaba solo y así quedó patente al observar el rastro de sangre que dejó en el suelo. Primero un enorme manchón correspondiente a un cuerpo arrastrado pesadamente y después un goteo que marca cómo el cuerpo fue izado, probablemente sujeto por pies y axilas hasta ser depositado en el dormitorio, donde también dejaron la pieza de la empacadora con la que la habían matado. Al salir, los asesinos cerraron la puerta con un candado. Instantes después regresó González que venía con Asunción. Fueron recibidos por los criminales que les apuntaban con la escopeta de Zapata. Sin intercambiar apenas palabras –los crímenes se sucedieron de forma muy rápida, probablemente entre las tres y las cuatro de la tarde—, nada más salir del coche, la pareja fue empujada hacia el cobertizo. Allí fueron vilmente asesinados a tiros y golpes así como rociados de gasolina y gas-oil. En ese momento debió llegar alguien inesperado: era el tractorista Ramón Parrilla, de cuarenta años, que se había quedado sin carburante. De repente se vio encañonado por una escopeta. Trató de huir pero inmediatamente le dispararon. Se protegió con los brazos donde recibió dos descargas. Sangrando y con los brazos destrozados dejó un reguero de sangre por el itinerario de su escapada imposible, primero hacia el interior del casería y, finalmente, hacia la salida de la finca, por el camino de tierra roja. Pero no pudo ir muy lejos: en una zanja, junto a un árbol, se derrumbó herido de un disparo que le entró por la espalda. Allí caído fue rematado sin piedad. Debían de ser las cuatro de la tarde pasadas. Los asesinos cubrieron el cadáver de Parrilla con paja, siguiendo un extraño ritual que les llevó a ocultar el cuerpo de Zapata, a encerrar el de Juana con un candado, y finalmente a quemar los del matrimonio González.
Rastros de sangre en Los GalindosA las cuatro y media, una espesa columna de humo se levantaba del caserío de Los Galindos alarmando al recadero Fenet y a los otros trabajadores que corrieron hacia la casa porque pensaron que estaba ardiendo. Al llegar descubrieron la paja del cobertizo que se quemaba con extraña violencia. Se acercaron y notaron que debía estar empapada de combustible porque ardía de una forma especial. Además, de las pacas se desprendía un denso y sospechosos olor. Buscaron al capataz sin encontrarlo, pero en seguida vieron la sangre, casi a la vez que descubrían los cadáveres consumidos del matrimonio González. Ni siquiera podían imaginar que eran ellos. Inmediatamente fueron al pueblo a dar aviso a la Guardia Civil. El comandante del puesto, un cabo, acompañado de un número, se desplazó al cordel puesto, un cabo, acompañado de un número, se desplazó al cortijo donde pudo comprobar el extraño caso que se le presentaba. Tras recorrer las dependencias de la vivienda del capataz siguiendo los rastros de sangre llegaron ante la puerta cerrada con el candado. Sin saber qué podían encontrarse al otro lado, descerrajaron el candado de un tiro. Una vez abierta la puerta se encontraron con la macabra escena de Juana tendida en la cama con el rostro aplastado. Habían mucha sangre, y ya los vecinos del pueblo, que se habían acercado en gran cantidad al saber que algo raro sucedía en Los Galindos, habían descubierto que el reguero que iba hacia fuera terminaba junto al camino de acceso, exactamente en un lugar oculto por un montón de paja. Fue suficiente trastear un poco allí para que quedara al descubierto el cadáver del tractorista Parrilla, el único que resultaba reconocible.
El crimen de Los Galindos fue un asesinato complicado, lleno de matices que no habría sido difícil de resolver si hubiera ocurrido en una gran urbe con toda clase de medios para la investigación criminal, pero en Paradas, un pueblecito desprevenido, con un pequeño cuartel de la Guardia Civil, resultaba casi imposible enfrentarse a tanta complicación. Además, los vecinos andaban toqueteándolo todo: la pieza de la empacadora que fue el arma criminal, el SEAT-600 de donde sacaron la escopeta que los asesinos habían abandonado allí tras los crímenes, las ropas y cuanto podía ser susceptible de ofrecer una pista a los investigadores. Quedaron conculcadas todas las reglas que es preciso seguir para salvar huellas y además se sacaron conclusiones precipitadas.
Tanto los vecinos como la Guardia Civil encontraron cuatro cadáveres mutilados y fríamente asesinados y echaron en falta al capataz de la finca, Manuel Zapata. No aparecía por ninguna parte. Así las cosas parecía lógico pensar que era el responsable de tanta muerte. Por eso todos los efectivos se pusieron inmediatamente a buscarlo. Mientras se había dado aviso de lo que había ocurrido a los marqueses, presentándose en seguida el marqués, Gonzalo de Córdoba, y el administrador de la finca, Antonio, su mano derecha. Pero en aquel momento lo único que importaba era encontrar a Manuel Zapata, a quien se le creía perdido en el campo, loco y armado. Aunque lo buscaron incansablemente, no lo encontraron. Peinaron la finca, revisaron las construcciones del caserío y patrullaron los alrededores sin resultado. Sorprendentemente, al llegar la oscuridad, el marqués y su administrador pasaron la noche solos en Los Galindos. Durante el día 23 se siguió buscando sin resultado. No fue hasta la mañana del 25 cuando el cuerpo de Manuel Zapata fue finalmente hallado, aparentemente en el mismo lugar donde lo habían arrojado los asesinos: detrás de la Casa de máquinas, muy cerca de la pared, en el hueco de un árbol, cubierto de paja. En un lugar imposible para estar oculto tanto tiempo. Precisamente allí había orinado entre tanta búsqueda un policía municipal de Paradas sin percatarse de que estaba el cadáver de Zapata, aunque a lo peor fue puesto allí con posterioridad. Podemos considerar casual la última muerte, la de Parrilla, pero los dos matrimonios estaban relacionados. Estos cuatro sabían algo comprometedor que se llevaron a la tumba.
Más de veinte años después, ninguna de las numerosas incógnitas que rodean el quíntuple asesinato de Los Galindos ha sido aclarada, aunque el tiempo no ha transcurrido en vano: la hipótesis policial que señalaba como autor material al tractorista José González, que según esta habría matado a los demás y se habría suicidado después, fue desmontada y desmentida. Es la única justicia que se ha hecho en el caso Los Galindos.
Fuente: http://agosto.libertaddigital.com/articulo.php/1276230581
PD: Como dicen por otros post, disolverlo en acido. Bien, es prácticamente imposible disolver un cuerpo en acido sufúrico por muy fuerte que sea. Comprobado cientificamente.