Menos trabajo y más cooperación: la Prehistoria no fue tan miserable como nos la contaron
31 Enero 2018 Actualizado 2 Febrero 2018, 21:05
Rodrigo Villalobos y Fermín Grodira
Existen muchos mitos en la cultura popular sobre la Prehistoria, en su mayor parte cuestiones inocuas y de sencilla refutación. Por ejemplo, debe decirse que, pese a lo que aparezca en series infantiles de ficción como Los Picapiedras o películas como la protagonizada por Ringo Starr, El cavernícola, los dinosaurios y los seres humanos no convivieron: los primeros se extinguieron hace 65 millones de años y los segundos aparecieron hace tan solo 2 millones de años.
También que aunque algunos de los más espectaculares yacimientos de este periodo se encuentren en cuevas esto no significa que los prehistóricos fueran invariablemente seres de las cavernas: lo más probable es que ya en el Paleolítico se viviera al aire libre como en el yacimiento de Pincevent, de forma similar a como vivían los nativos americanos.
Pero hay otros mitos más complejos y elaborados, que tienen profundas implicaciones en cómo imaginamos a los prehistóricos y, a su vez, en cómo nos vemos a nosotros mismos. La noción de evolución unilineal de la humanidad, que por ejemplo se traduce en una falsa Edad Media tenebrosa frente a una Edad Moderna luminosa, también impregna el imaginario popular sobre la Prehistoria. Si la evolución se considera positiva, nos enfrentamos al mito del progreso todo habría ido siempre a mejor) y si es negativa estamos frente al mito del paraíso perdido (todo ha degenerado).
El progreso vs. el paráiso perdido: dos mitos
El mito del progreso tiene su origen en la antropología racista del siglo XIX, donde se planteaba la historia del mundo como una carrera de razas o etnias según la cual cada uno de los participantes transitaría por una inevitable sucesión de fases. El antropólogo Lewis Henry Morgan manejó el esquema salvajismo, barbarie y civilización, con cada fase caracterizada por unas costumbres específicas en aspectos como la economía, el gobierno, el lenguaje, la religión y la propiedad.
Así, a la par que la economía evolucionaría desde la recolección de frutos y raíces hacia la agricultura intensiva, harían lo propio la familia o la propiedad desde la reproducción fundada en la promiscuidad entre hermanos hacia la familia monógama en el primer caso, y desde la inexistencia de sistemas de propiedad hasta la instauración de la propiedad privada en el segundo. Las distintas culturas ocuparían los distintos escalones inferiores, estando reservada la civilización solo para las naciones occidentales.
Esta visión, totalmente desechada hoy en el mundo académico, se entrevé en la percepción popular sobre la Prehistoria: los grupos prehistóricos eran esclavos de los elementos y hubo que esperar a la aparición de la civilización para que determinadas culturas se impusieran a la naturaleza y a otros seres humanos y tomaran las riendas de su destino.
El segundo mito, el del paraíso perdido, se generalizó a partir de la segunda mitad del siglo XX. La satisfacción material de las nuevas grandes clases medias que Occidente vio aparecer en los Treinta Gloriosos (1945-1973) no se correspondió en muchos casos con una satisfacción emocional paralela y, paradójicamente, de esta opulencia surgieron filosofías, ideologías y movimientos posmaterialistas como el new age o el hippismo.
En contraposición a las sociedades estratificadas, industrializadas y capitalistas, hubo quien imaginó una Arcadia originaria que retoma parte del mito del buen salvaje de Rousseau, y que entiende la Prehistoria como el momento previo a la maligna corrupción: grupos humanos pacíficos que vivían en armonía con el medio ambiente y que carecían de jerarquías de tipo económico, social o de género.
Pero la realidad sobre esto (que se investiga de forma científica tanto mediante la arqueología como la antropología cultural) es mucho más compleja. Pese a ello, las alusiones a las bondades o maldades de vida en la Prehistoria se hacen con el objetivo de ensalzar o criticar nuestro mundo contemporáneo. Construimos la imagen del pasado a través de la imagen que tenemos de nosotros mismos. Aquí abordaremos algunas de las comparativas que se realizan en torno a cuatro grandes temas prehistóricos (desigualdad, trabajo, violencia y salud), tratando de desentrañar qué hay de mito y qué hay de realidad.
La desigualdad: un fruto contemporáneo
Es quizás, junto con el efecto sobre el medio ambiente, la crítica más generalizada que se le suele hacer a nuestro actual sistema socioeconómico: el capitalismo es el causante de grandes desigualdades económicas y sociales.
El economista Branko Milanovic ha descrito magistralmente en ensayos como Los que tienen y los que no tienen o Global Inequality: A new approach from the Age of Globalization cómo desde la Revolución Industrial siempre han existido profundas desigualdades, ya sea dentro de países o entre países. Además, existen estudios que relacionan desigualdad económica con un acceso desigual al poder político o con una mayor incidencia de problemas sociales y de salud, así como también otros que han sido capaces de rastrear la persistencia de las desigualdades a lo largo de generaciones.
¿Y qué sabemos de esto en la Prehistoria? Al respecto de la desigualdad económica es inevitable abordar la controvertida idea del comunismo primitivo de Karl Marx, una forma de hacer las cosas según la cual serían no los individuos sino las comunidades quienes gestionarían los recursos y la riqueza generada por el trabajo de sus miembros.
Debemos decir que hay más verdad que mito. Así sucede en muchas culturas de cazadores-recolectores y de agricultores primitivos estudiadas por la etnografía. El antropólogo Christopher Boehm describe en su ensayo Hierarchy in the forest cómo los grupos de Hadza, Kung o Dani se rigen de forma asamblearia, crean coaliciones contra los déspotas e incluso aplican mecanismos culturales antimeritocráticos para prevenir la aparición de potenciales explotadores.
En cuanto a la Prehistoria propiamente dicha, es bastante difícil de rastrear pero se sabe que algunas aldeas neolíticas del Viejo Mundo cuentan con edificios asamblearios aparentemente destinados a esas funciones. Y aunque también haya algunos casos de grupos de este tipo que presentan marcadas desigualdades, estos no dejan de ser excepcionales.
A escala cuantitativa esta visión se ve refrendada por un reciente estudio pen el cual, a través del análisis de la desigualdad económica en decenas de contextos y épocas diferentes de la Prehistoria, concluye que los grupos de cazadores-recolectores y de agricultores primitivos eran más igualitarios y que no fue sino hasta la aparición de las primeras civilizaciones que la desigualdad se disparó dando lugar a una sociedad dividida fundamentalmente entre campesinos y aristócratas.
Perdón, quisimos decir recolectores-cazadores: según Margarita Sánchez Romero, profesora titular del Departamento de Prehistoria y Arqueología en la Universidad de Granada, "hay que hablar de sociedades recolectoras-cazadoras, no cazadoras-recolectoras, porque el 90% de la dieta venía de la recolección". El fin del nomadismo y la generalización de la agricultura de arado produjeron una acumulación no equitativa de la nueva riqueza.
Sobre la desigualdad de género, en cambio, nos encontramos más frente a prejuicios y creencias que ante hechos contrastados. Existe la visión de una Prehistoria sexista y patriarcal que se representa a la perfección en esa imagen del hombre, de profesión cazador de mamuts, que arrastra a la mujer tirándola del pelo hacia el interior de la cueva. "Hay mucho mito construido conscientemente para volver a situar al hombre desde la Prehistoria como el único capaz de proveer", opina Sánchez Romero, que también es miembro del Instituto Universitario de Investigación de Estudios de las Mujeres y de Género de la Universidad de Granada.
Por ejemplo, entre los Agta de Filipinas son las mujeres las que cazan. También nos dice que la llegada del hombre blanco supuso un retroceso para las mujeres de las muchas poblaciones africanas del siglo XIX "regidas por mujeres" pues los colonizadores, al exigir hablar con los hombres y negarse a hablar de tú a tú con las pobladoras, "quitaron poder a las mujeres".
Probablemente mujeres y hombres se dedicaran a distintas tareas sin incorporar los prejuicios de la tradición occidental. La catedrática de Prehistoria de la Universidad Complutense de Madrid María Ángeles Querol Fernández nos explica que "la división sexual del trabajo existe en todos los grupos sociales que se han estudiado en el mundo pero no es una división peyorativa. Darwin podía haber escrito que «el hombre cazaba y la mujer criaba, y por lo tanto la labor de la mujer es mucho más importante que la del hombre». Sin embargo, para los hombres del siglo XIX cazar era mucho más importante que criar, y ese mito de la caza masculina, razón de la evolución, se ha perpetuado”.
Por su parte, Sánchez Romero destaca que "hay sociedades en que las mujeres cazan y los hombres cuidan de los niños. La división sexual del trabajo es absolutamente cultural, no hay nada biológicamente predeterminado". Y añade: "El patriarcado no es una cuestión esencial a la naturaleza humana". A eso, la profesora explica que en la investigación arqueológica existe un prejuicio tal que cuando en un yacimiento aparece un personaje relevante se le asigna por defecto el género masculino, y que no es sino hasta que aparecen pruebas contundentes cuando se las puede ya etiquetar de mujeres.
Los casos de la Dama de Baza o de la guerrera vikinga de Birka serían ejemplos de que "cuando hablamos de mujeres en la Prehistoria hay que demostrarlo hasta con el ADN" mientras que "si hablamos de hombres no hay nada que demostrar porque es la norma".
La homosexualidad en la Prehistoria también parte de los prejuicios actuales: si los LGTBI se han emancipado habría sido gracias al progreso del mundo moderno. Aunque sea una parcela difícil de contrastar, existen algunas pistas. El antropólogo Alberto Cardín muestra en Guerreros, chamanes y travestis cómo las prácticas no heteronormativas se encuentran muy extendidas entre pueblos de todo el globo de (Indonesia, India, República Dominicana, Albania y un largo etcétera). Entre algunos de los grupos de indígenas de Norteamérica hay dos espíritus o berdaches, personas con características de los géneros masculino y femenino y muy valorados socialmente.
Aun así, esto algo muy difícil de rastrear en la Prehistoria. Al igual que en el caso de las mujeres, se ha tendido a pensar por defecto que no había prácticas de este tipo. Sin embargo, los prejuicios de los arqueólogos poco a poco se van perdiendo, y ante nuevos descubrimientos, como el caso de una tumba doble con dos individuos masculinos de la cultura de la Edad del Bronce del Argar, ya se especula sobre si podría tratarse del enterramiento de una pareja homosexual.
El trabajo: menos carga, no tan duro
Se estima que en España se trabajan unas 37,6 horas semanales sin contar el trabajo que dedicamos a otras tareas (compras, cuidados, cocina, limpieza doméstica, etc.) y está reconocido que las cargas de trabajo excesivas son causa de estrés y enfermedades físicas. ¿Se trabajaba tanto en otras épocas? Ésta es una cuestión compleja que involucra cálculos a partir de datos parciales, pero existe un general consenso entre antropólogos y prehistoriadores en que en las culturas de recolectores-cazadores y agricultores primitivos se trabajaba sustancialmente menos que en el mundo industrializado.
A mediados del siglo XX vio la luz Economía de la Edad de Piedra, un ensayo hoy clásico del antropólogo Marshall Sahlins. En él se describe cómo varias culturas recolectoras-cazadoras acostumbraban a dedicar entre 3 y 5 horas diarias (21-35 horas semanales) al trabajo, siendo el resto de su tiempo empleado en el ocio, el descanso y las relaciones sociales.
¿Significa esto que los recolectores-cazadores de la prehistoria trabajaban menos horas que nosotros hoy en día? No lo podemos saber, pero es posible incluso que le dedicaran menos tiempo: hay que recordar que los recolectores-cazadores modernos que han sido estudiados por la antropología suelen habitar ecosistemas extremos y que es probable que medios con más recursos naturales hubieran permitido una existencia todavía más cómoda.
A este respecto hay que señalar un punto de inflexión: la adopción de la agricultura allá por el 8500 a.C. Como bien señalara Mark Nathan Cohen en su libro La crisis alimentaria de la prehistoria, la adopción de la agricultura y la ganadería supuso mayor productividad por hectárea de terreno a cambio de invertir más y más duro trabajo y de recibir una dieta más monótona y pobre. "El mayor fraude de la historia humana", sentencia el historiador Yuval Noah Harari en Sapiens, el último best seller sobre el tema.
Pero aun así, todavía puede decirse que los agricultores prehistóricos trabajaban menos que en momentos posteriores. Los estudios etnográficos de Ester Boserup, autora de Las condiciones del desarrollo en la agricultura, muestran cómo los agricultores de roza y azada (como se cree que se cultivaba en el Neolítico) debían invertir bastante menos trabajo que los de arado (la técnica que, generalizada en la Edad del Bronce, fue la más habitual hasta la mecanización del campo en el siglo pasado). Estos agricultores de roza y azada eran grupos comunitaristas libres de una clase de aristócratas rentistas (latifundistas romanos, nobles, boyardos rusos), por lo que todo el fruto de su trabajo les pertenecía a ellos.
Violencia: presente, pero no tan hegemónica
La dicotomía entre la guerra de todos contra todos de Hobbes y el pacífico buen salvaje de Rousseau ha llevado a que uno de los grandes caballos de batalla de las comparativas entre la Prehistoria y el presente sea el tema de la violencia.
Recientes ensayos como Los ángeles que llevamos dentro del psicólogo Steven Pinker o Guerra, ¿para qué sirve? del historiador Ian Morris utilizan datos arqueológicos y etnográficos para tratar de demostrar la idea de que en la actualidad nos matamos menos que entonces. Frente a esto también existen críticos como el filósofo John Gray, quienes apelan a que reducir un complejo concepto (como el de violencia) a una simple cuantificación de homicidios es demasiado reduccionista y que también se deben atender a otros factores.
En todo caso, es un hecho contrastado el que en la Prehistoria hubo violencia, "otra cosa es que la violencia fuese estructural o haya servido para que esas sociedades avancen", plantea Margarita Sánchez. En El camino de la guerra, el arqueólogo Jean Guilaine y el médico Jean Zammit describen fosas comunes, fortificaciones, armamento y representaciones artísticas de masacres. Sin embargo, también anotan que esto no quiere decir que la Prehistoria fuera una batalla continua y destacan que tras estos enfrentamientos violentos no subyacía una voluntad unívoca de conquista y dominio, sino que también intervenían otros factores como conflictos rituales, obligaciones sociales, etc.
En esa idea coincide Sánchez Romero: "De vez en cuando te encuentras a personas que han muerto de forma violenta pero eso no puede llevarte a decir que la violencia sea un elemento fundamental en esas sociedades. Ha existido siempre". La profesora cree que con la violencia en la Prehistoria ocurre algo similar con los accidentes de aviación: viajar en avión es más seguro que en otros medios de transporte, pero cuando cae uno hay más ruido mediático. "Textos que indiquen grandes batallas en la Prehistoria son los menos pero cuando salen todos los periódicos hablan de ello", aclara.
Pese a que no dejen mucha evidencia material, la investigadora considera que mucho más habitual habrían sido las tareas de cooperación y solidaridad. "La mayoría de los grupos humanos durante mucho tiempo lo que han practicado son los cuidados de unos con otros y la cohesión social. Si no, nos hubiésemos extinguido". La catedrática Querol coincide: "La única razón por la que hemos sobrevivido dos millones de años es la cooperación, la cooperación entre hombres y mujeres. O participaban las mujeres en la caza y los hombres en la crianza o los humanos no hubiesen salido adelante"
Esto es lo que en antropología se conoce como reciprocidad: ayudar a alguien no por un beneficio inmediato sino con la confianza de que en un momento futuro esa persona te ayudará a ti de igual manera. Algo no sólo propio de nuestros más antiguos congéneres sapiens sino también presente en otras especies humanas: "Los cuidados existen desde los neandertales", subraya Sánchez Romero, haciendo referencia al caso del anciano neandertal descubierto en Shanidar (actual Irak), un individuo que pese a encontrarse cojo, medio ciego, sordo y manco, alcanzó una avanzada edad. Probablemente, gracias a los cuidados que le habría proporcionado el resto del grupo.
Salud: sin muchas dolencias modernas
Ante la ausencia de una medicina científica los hombres y (especialmente) las mujeres y niños de la Prehistoria se encontraban mucho más amenazados por enfermedades y problemas de salud. Existía una medicina rudimentaria y una farmacopea natural fundadas en el conocimiento oral, pero la carencia de antibióticos, vacunas y otros procedimientos modernos les condenaría, irremediablemente en muchos casos, a morir por infecciones, enfermedades contagiosas o tumores.
Sin embargo, debe remarcarse que no fue una situación tan dramática como en otros momentos históricos posteriores. Como describe Yuval Noah Harari en Sapiens, la vida en comunidades pequeñas les prevenía de enfermedades que con el desarrollo del urbanismo se encontrarían mucho más extendidas debido al hacinamiento de personas y animales y a las condiciones insalubres de las ciudades preindustriales.
Así, efectivamente, estos grupos sufrirían de una elevada mortalidad infantil pero, una vez superada esta dramática etapa "había mucha gente que llegaba a los 70-75 años". Como indica la profesora Margarita Sánchez, "no podemos decir que la gente se muriese a los 35". Más allá de la mortalidad, debe decirse que el trabajo físico en sus actividades diarias les causaba lógicas dolencias como artritis o artrosis y que con la adopción de la agricultura aumentaron notablemente las caries y el desgaste dental.
"El ser humano mejora y progresa: primero caza, luego cultiva y tiene ordenadores", reseña María Ángeles Querol, versión hegemónica a la que contrapone otra: "El ser humano tiene un magnífico equilibrio que le hace sobrevivir más de dos millones de años, después empieza a tener problemas de caries porque toma cereales y por último comienza a tener serios problemas medioambientales porque está explotando el medio en el que vive". Esto supone que si bien podían morir por una simple infección, no sufrían en cambio otras dolencias exclusivas del mundo industrializado como las derivadas del excesivo consumo de calorías y azúcares o las causadas por la contaminación.
Al hilo de esa última reflexión debe decirse que debido a sus condiciones de trabajo, los prehistóricos no conocerían enfermedades modernas como el estrés y, según el ensayo de Harari, se especula que por este y otros motivos como las más estrechas relaciones familiares, fueran más felices. Si bien es probable que, por crisis coyunturales, se produjeran infanticidios e incluso gerontocidios, por lo general los enfermos recibirían la atención incondicional de todo el grupo.
Las gentes prehistóricas no fueron unos miserables
En estas líneas, en las que hemos destacado determinados aspectos que podrían entenderse como positivos, no queremos transmitir que la sociedad prehistórica haya sido mejor que nuestro mundo actual. Los prehistóricos no vivieron en un jardín del Edén.
Por el contrario, estuvieron sometidos a distintos tipos de amenazas que hoy, al menos en el mundo desarrollado, ya ni recordamos. Pero también hay que decir que la historia no ha sido un progreso absoluto: hay muchísimas variables a considerar y por ello es profundamente injusto transmitir una imagen de males generalizados sobre nuestros más antiguos antepasados. "No son comparables las distintas sociedades de la Prehistoria y nosotros porque tenemos otro tipo de organización por los avances culturales y tecnológicos", recalca Sánchez.
Solo podemos decir que las comparaciones son odiosas e injustas. Los gentes de la Prehistoria fueron personas como nosotros pero que vivieron con un bagaje de conocimientos y tecnología muchísimo más reducido y, pese a ello, enfrentaron con habilidad los retos que se les presentaron, desarrollando soluciones ingeniosas y desplegando en ocasiones una altísima creatividad. Se pelearon, en ocasiones con deplorables resultados, y sufrieron la carencia de una medicina científica y otras más mundanas comodidades de nuestro mundo moderno, pero en la mayor parte de los casos sobrevivieron.
Y lo hicieron como grupos cohesionados, solidarios e igualitarios, que ante todo supieron cuidarse a sí mismos y lograron mantener a raya a déspotas y explotadores.
Sé que es un tochazo, pero es interesantísimo. ¿Os gustaría vivir en la Prehistoria? Yo me iba al Paleolítico de cabeza.